miércoles, 29 de julio de 2015

Las Heridas.


-¿Qué estamos haciendo aquí? - le pregunté.
-No lo sé. Hace tiempo que no me hago preguntas para las que no tengo respuestas. Creo que deberías hacer tu lo mismo.- me respondió cariñosamente tratando de ser lo más sincera posible.
  A aquel primer beso siguieron otros mucho más apasionados. Nuestras manos recorrieron el cuerpo contrario, acariciando cuanto encontraban en su camino. No puedo describir mi deseo, mi pasión o el grado en el que yo ardía por dentro, sería cuestión preguntárselo a mi azafata rusa. Pero su pasión, su deseo y su fogosidad eran impresionantes. No me he sentido nunca tan deseado, ni tan deseable. La perplejidad con la que recibía sus besos me hacía pensar que quizás estaba demasiado abrumado por la situación. La infidelidad no había sido, hasta ahora, uno de mis muchos defectos. Recorrían sus manos todo mi cuerpo, sin detenerse en ningún sitio en concreto, pero sin dejar de explorarme. A cada roce de sus manos, mi cuerpo ardía en deseo de despojarla de toda la ropa que la envolvía.
-Es la primera vez que tengo una "aventura"- justifiqué sin necesidad, puesto que temblaba de arriba abajo, signo inequívoco que no estaba acostumbrado a estos menesteres, lógicamente.
  Seguíamos abrazados, muy cerca el uno del otro. Podía sentir yo su cuerpo pegado al mío y seguro que ella podía sentir cómo aquellos besos que nos acabábamos de dar me habían excitado enormemente. Ese sexto sentido que algunos varones también tenemos, me decía que ella también lo estaba y sus brazos me rodeaban y las palmas de sus manos empujaban mi cuerpo hacia el suyo, como no queriendo dejar de sentirme. No cabía ni el aire entre nuestros cuerpos y ninguno de los dos hacíamos nada por separarnos lo más mínimo. Todo lo contrario.
-Te he traído un pequeño regalo. Es una tontería, una insignificancia, pero me hacía ilusión que la tuvieras. Es algo muy Extremeño, muy de mi tierra de adopción. - dije separándome de ella para coger una pequeña cajita que había dejado encima de la mesa que había en la habitación. Se la ofrecí. La cogió y casi se le cae por el temblor de sus manos. Trato, sin éxito, de abrirla. Sonrió.
-Estoy súper nerviosa. - exclamó mientras me pasaba la caja para que yo la abriera.
-No creas que yo estoy menos nervioso que tu. Y sin uñas, será difícil que la abra.- cogí la caja y traté, ingenuamente, de abrirla. Imposible. Me temblaban hasta las manos. Ayudado por los dientes fuí desenlazando el nudo y, al final, la abrí.
-¿Qué es?. - preguntó.
-Es un pequeño colgante de oro con forma de bellota. - contesté.
-¡¡Qué bonito!!. Podré llevarla junto a la Cruz Ortodoxa Rusa que me regaló, cuando nací, mi abuela paterna. No me separo nunca de ella. Siempre me ha dado suerte.- dijo, mientras me mostraba una cadena de oro, de la que colgaba una cruz con tres travesaños, uno de ellos, el inferior, completamente sesgado. Mis ojos, instintivamente, se dirigieron hacia sus turgentes pechos. Sin poner freno a mi deseo, mis manos se ajustaron a sus senos. Unos encantadores pechos que deseosos de ser liberados, aclamaban por ser despojados de sus ataduras. Uno de sus pezones, el izquierdo, completamente erecto se marcaba en el vestido de una forma escandalosa. No pude por menos que juguetear con mis dedos con él por encima de la ropa. Un suspiro de placer se le escapó.
-Recuerda que ya te conté en Hangzhou, que una bala perdida en un intento de secuestro de un avión Iraquí, en el que viajaba como miembro de la tripulación, no pudo terminar, afortunadamente, con mi vida, pero si me produjo unas secuelas que me acompañaran para siempre.- me dijo con voz muy suave y la mirada perdida. - He tenido oportunidad de acostarme, después, con otros hombres y siempre he rehusado porque me atormenta la idea que me rechacen al verme desnuda.
-¿Rechazarte?. ¿Tu te has mirado en el espejo? - le dije mientras le giraba la cintura para que se quedara enfrentada al enorme espejo que presidía la habitación.
  A través de dicho espejo pude comprobar el cuerpo que tenía delante. Un vestido muy ajustado, acorde a su estilo completamente femenino, marcaba una silueta de curvas y contra curvas deseables a los ojos de cualquier hombre. Me situé detrás de ella, mirando de frente a su espalda y con dificultad, comencé a bajarle la cremallera que me permitiría despojarla de su vestido. Acompañé el descender del vestido para que se desprendiera de los hombros y se quedó sujeto en su cintura. A la altura del omóplato derecho, podía verse una minúscula cicatriz, con forma de una estrella, del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos. Me cogió la mano y me instó a que me pusiera frente a ella. Cara a cara.
  Cuando pude verla de frente, desnuda, solo cubierta por el sujetador que atenazaba aquellos increíbles pechos, no pude por menos que respirar tan hondo como me fue posible. El cráter de un hipotético volcán estaba esculpido en la parte derecha de su vientre, justo debajo del pecho. La piel de los bordes estaba incluso un poco abultada y unas indescriptibles arrugas bordeaban su perfil. Ella me miraba fijamente, tratando de descubrir el mas mínimo indicio de desprecio en mi mirada. No hacía falta ser un experto forense para determinar que era el orificio de salida de la bala. Había entrado por la espalda y había salido por delante. Se me pasó por la cabeza preguntarle cómo no había acudido a la cirugía plástica, pero no lo consideré ni propio, ni oportuno. Recordé, por un momento, la palabra rechazo que ella había pronunciado. No era, sin duda, la más adecuada, pero sí era una cicatriz tremendamente impactante. Y sus pupilas seguían clavadas en las mías, esperando mi reacción. Acerqué mis labios al borde de aquella espeluznante cicatriz y la besé con toda la pasión que pude. La miré a los ojos, fijamente. Su mirada me seguía interrogando, esperando a que yo le contara qué estaba pasando por mi cabeza.
-¡¡Erres prreciosa!! - le dije imitando su dificultoso español -Yo sabía que eras un volcán, pero no esperaba ésto. Cuando vayas a entrar en erupción, me avisas para salir corriendo.
-¡¡Qué toooooonto erres!! - sonrió, relajando cuanta tensión había acumulado hasta entonces.
  Con ese movimiento de muñeca que solo las mujeres saben ejecutar, se despojó del sujetador y sus dos pechos, simétricos, bien "plantaos", tersos, aparecieron en escena. A mi rápida mirada a ambos, contrarrestó ella con una pícara sonrisa. Cuando mis manos quisieron acariciarlos, ella ya se había abrazado a mí y mi mano izquierda, sin querer, rozó un segundo su atormentada herida. Aunque pensé que podría haberle hecho algo de daño, que siguiera con su despreocupada sonrisa me tranquilizó.
  Intuía que algo iba a pasar en aquella habitación. Cuando ella rozó mi lengua con la suya, aprendí que los buenos besos son aquellos en los que las lenguas hablan por sí solas y comprendí que en estas cuestiones nunca has llegado a aprenderlo absolutamente todo, siempre viene alguien y te enseña un sentido diferente que creías inalcanzable. Delante mío, con el vestido a la altura de la cintura, el torso completamente desnudo y el deseo y la pasión dibujados en sus pupilas, se encontraba aquella increíble azafata rusa por la que estaba perdiendo hasta "el sentío".
  Comenzó a desabrocharme los botones de mi camisa. Temblaban sus manos y no podía. Me miraba a los ojos un segundo y volvía a trata de desabrocharlos. Una manicura perfecta dejaba ver unas uñas cuidadas con mimo. Tratando de ayudarla, me desabroché el primer botón.
-Déjame, por favor, que lo haga yo- me dijo - Necesito hacerlo yo. ¿Te importa?.
-Por supuesto que no. Estoy encantado. Solo quería ayudarte.
  Con una enorme dificultad me fue desabrochando cada uno de los botones, hasta que pudo empujar mi camisa hacia atrás y quedo tendida en el suelo, detrás de mis talones. Con la uña del dedo índice de su mano derecha, empezó a acariciar mi pecho y fue formando aleatorias figuras que enlazaban mis pezones, mis pectorales y mi ombligo. A cada figura que hacía, una nueva sonrisa se dibujaba en su rostro. ¿Cómo podía desear tanto a aquella mujer?. Acercó su lengua a mi pezón izquierdo y comenzó a jugar con él. A cada sacudida de su lengua, elevaba la vista para mirarme a los ojos. Estaba experimentando unas sensaciones inimaginables. Mis manos cogieron su cabeza, la separaron de mi cuerpo y la invité a retroceder hasta que quedó de pie pegada a la cama. Flexioné mis rodillas y empujé su vestido hasta que cayó al suelo. Una excitante braguita brasileña quedo al descubierto. Cogí su pierna izquierda y le pedí que la subiera para liberarla del vestido. Ahora la derecha. Le invité a que se sentara en la cama. Con una asombrosa habilidad, impropia de mis insensibles dedos al morderme las uñas más allá de los límites permitidos, le desabroché las hebillas de sus zapatos y se los quité, volviendo a dejar suavemente sus pies desnudos sobre el suelo.
  Sentada como estaba, solo tuvo que estirar sus brazos para deshebillar mi cinturón. Lo hizo con prisa, tensa y dubitativa. Con un movimiento rápido me desabrochó el pantalón y lo empujó hasta quedarse plegado sobre mis zapatos.  Me descalcé, como pude y me quité los pantalones. Ya quedaban pocas prendas tras las que escondernos. Le ayudé a recostarse en la cama y le sugerí que se tumbara completamente. Quedó plácidamente situada decúbito supino. Me senté encima de la cama contemplando aquel sublime cuerpo que se me brindaba sin tapujos. Mis pupilas lo recorrieron de cabo a rabo, sin apenas detectar la magnitud de las cicatrices que lo recorrían. Del impacto inicial, del temido rechazo, a la despreocupación, al desinterés por hurgar en unas heridas que ya deberían estar completamente cicatrizadas. 

  A mis caricias siguieron las suyas, a mis besos los suyos, a mi lengua la suya, a mi pasión la suya, a mi deseo el suyo y a mi excitación la suya. No nos dijimos nada más. ¡Para qué!. Hicimos el amor con la parsimonia y la lentitud con la que a mí me gusta hacerlo. No sabía si era como a ella le gustaba, pero como me había dejado llevar las riendas, la amé a mi manera. Disfruté de ella cuanto pude, al igual que ella disfrutó de mi cuanto quiso. No pusimos reparo alguno a cuanto nos pidieron nuestros cuerpos y no hubo zona de su cuerpo que no exploré, sin que ni ella, ni yo, cayéramos en la cuenta de las veces que me asomé al precipicio de aquella cicatriz.

  Casi sin tan apenas percibirlo, acababa de cicatrizar una herida que todavía mantenía abierta su mente. 

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario