Dos golpes suaves, como con miedo, de mis nudillos en la puerta de aquel hotel, no obtuvieron respuesta alguna, puesto que en el otro lado de la puerta fueron imperceptibles. Dudé ante si volver a llamar o esperar un poco más. Una tremenda angustia me recorrió al pensar que podía haberme equivocado de puerta, pero me tranquilicé al comprobar que no era así. Habitación 501, en efecto. Milésimas de segundo que se me hicieron eternas. No hubo respuesta. Temblor en mi mano al volver a golpear, con mas firmeza, la puerta. Mirada fugaz, de derecha a izquierda, para comprobar que seguía sin haber nadie en el pasillo, que nadie se había percatado de mi presencia. Era la primera vez. Siempre hay una primera vez para todo.
Ayer por la tarde recibí la llamada de aquella increíble azafata rusa que había conocido en el Hotel Shangri-La, junto al Lago del Oeste en Hangzhou, en la Republica Popular China, donde había acudido, formando parte de la expedición Española, para la presentación a nivel mundial del nuevo Switch 8800 de 3Com. <<" Me encatarria verrte">>, me espetó enfatizando las "erres" hasta límites casi ridículos. <<"No je podiido dejarr de pensarr en ti">>. Vagaba ella, de aquí para allá, sin documentación alguna, amparada por su profesión, embarcada en cualquier lujoso medio de locomoción donde quisieran contratarla. Era, sin duda, una "Ciudadana de un lugar llamado Mundo". Durante cuatro intensas sobremesas nocturnas, pudimos compartir largas charlas en la lujosa cafetería del Hotel donde nos hospedábamos. Chapurreaba un dificultoso español en el que nos entendimos, ya que mi inglés, desgraciadamente, dejaba muchísimo que desear. Era tremendamente fácil dejarse embaucar por su impresionante belleza, las curvas de su silueta dibujaban un paisaje digno de ser explorado y su incorregible simpatía casi pudo hacerme olvidar que estaba casado. Felizmente casado.<<"Te esperro maniana a las diess de la maniana en la habitassión quiniientoss uno del Jotel Esspaciio Assajarr de Ssevilia">>, me habló a modo de suplica. Casi seis meses después de aquellos fortuitos encuentros, sin que hubiera pasado, entonces, absolutamente nada entre nosotros, la Tentación volvía a llamar a mi puerta.
Ayer por la tarde recibí la llamada de aquella increíble azafata rusa que había conocido en el Hotel Shangri-La, junto al Lago del Oeste en Hangzhou, en la Republica Popular China, donde había acudido, formando parte de la expedición Española, para la presentación a nivel mundial del nuevo Switch 8800 de 3Com. <<" Me encatarria verrte">>, me espetó enfatizando las "erres" hasta límites casi ridículos. <<"No je podiido dejarr de pensarr en ti">>. Vagaba ella, de aquí para allá, sin documentación alguna, amparada por su profesión, embarcada en cualquier lujoso medio de locomoción donde quisieran contratarla. Era, sin duda, una "Ciudadana de un lugar llamado Mundo". Durante cuatro intensas sobremesas nocturnas, pudimos compartir largas charlas en la lujosa cafetería del Hotel donde nos hospedábamos. Chapurreaba un dificultoso español en el que nos entendimos, ya que mi inglés, desgraciadamente, dejaba muchísimo que desear. Era tremendamente fácil dejarse embaucar por su impresionante belleza, las curvas de su silueta dibujaban un paisaje digno de ser explorado y su incorregible simpatía casi pudo hacerme olvidar que estaba casado. Felizmente casado.<<"Te esperro maniana a las diess de la maniana en la habitassión quiniientoss uno del Jotel Esspaciio Assajarr de Ssevilia">>, me habló a modo de suplica. Casi seis meses después de aquellos fortuitos encuentros, sin que hubiera pasado, entonces, absolutamente nada entre nosotros, la Tentación volvía a llamar a mi puerta.
Escuché como se acercaba alguien al otro lado de la puerta. Percibí el ruido de la manilla al girar para liberar el pestillo que permitía abrir la puerta que nos separaba. Teníamos tanto de que hablar, pero lo importante era salir del campo de visión y desaparecer dentro de la habitación, encontrar esa intimidad que nos permitiera liberar toda la tensión acumulada. Cerré la puerta con rapidez y quedamos, los dos, en medio de un estrecho recibidor, enfrentados. No nos habíamos cruzado ni una sola palabra. No nos habíamos, ni tan siquiera, dado los buenos días con dos fríos besos en la mejilla. No hubiéramos sabido determinar quién estaba más nervioso de los dos. Ella por esperarme ansiosamente. Yo por acudir a esa cita clandestina.
Transcurrieron unos segundos en los que sólo nuestras pupilas se hablaron. Fijas las unas en las otras. De arriba abajo, las mías. De abajo arriba, las suyas. ¡¡Cuestión de estatura!!. Aunque los enormes taconazos que siempre usaba, casi nos igualaban. Las palabras que no pronunciábamos eran expresadas por unos ojos que transmitían todo lo que queríamos habernos dicho allí, en Hangzhou y que no pudimos, no quisimos o, simplemente, no nos atrevimos a decirnos. No había una explicación lógica para justificar qué hacía yo allí. Ni tampoco la necesitaba. O al menos, eso pensaba.
Cuando se atrevió ella a articular alguna palabra con la que romper el silencio que nos envolvía, sintió como mi mano derecha buscaba la suya. Un profundo escalofrío recorrió nuestros cuerpos cuando ambas manos se tocaron, como si de una descarga de electricidad estática se tratara. Una suave y cálida sonrisa se dibujó en su rostro. No sabía que yo también había percibido lo mismo. Buscaba, cómplice, mi respuesta y la encontró en la risueña mueca que le dibujé, sin dejar de mirarla fijamente. Mi mano derecha agarró la izquierda suya y entrelacé mis dedos con los suyos, tratando de trasmitirle una seguridad que yo no tenía, pero que la sabía deseosa de ella. Sentí el frio de sus manos.
Busqué con mi mano izquierda su rostro. Acaricié su mejilla derecha con las yemas de mis insensibles dedos, mientras mi dedo pulgar acariciaba su mejilla izquierda dejando su sensual boca en medio de mi mano que, con movimientos circulares, recorría todo su rostro. Dejó de mirarme porque sin saberlo, sus ojos se cerraron tratando de asimilar todas las sensaciones que aquella mano le estaba provocando. Hacía mucho tiempo que no sentía nada igual. Ni tan siquiera recordaba si lo había experimentado alguna vez. Mi dedo índice recorrió varias veces sus labios y al unísono, se entreabrieron éstos dejando al descubierto la punta de una lengua que se desvivía por corretear. Se reprimió, porque le hubiera encantado juguetear con aquel dedo que tanto placer le estaba regalando. Un ridículo pudor la retenía.
Escuchó, con los ojos todavía cerrados, como mi respiración se le acercaba e, impaciente, quiso adivinar que iba a besarla. No habían trascurrido ni tan siquiera cincuenta segundos desde que la puerta de la habitación se cerró tras de nosotros, pero tampoco hacían falta muchos más. Se humedeció los labios con su lengua y esperó a que yo aparcara los míos sobre los suyos. Cuando nos fundimos en un sensual y apasionado beso, ambos, olvidamos de dónde veníamos y pensamos, ingenuos, que habíamos sido capaces de detener el tiempo que corría en nuestra contra.
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