jueves, 14 de mayo de 2015

Cuatro Años.

   La percepción de la realidad es, a menudo, tan subjetiva que no podemos hacernos una idea de lo que nos perdemos. La anormalidad se hace dogma e, incluso, la normalidad se humilla ante la anormalidad.

  Siguiendo las directrices de las sendas sentencias que me permiten disfrutar de mis tres hijos los fines de semana alternos, este pasado fin de semana se ha ido llenando el Hotelito en el que se convierte la casa en la que habito normalmente, acompañado de una soledad que me martiriza. Después de la cena, reunidos en tormo a una televisión que sólo es la excusa para estar juntos, nos encontrábamos los cuatro. Es, sin duda, un momento tierno, entrañable. Los tres hermanos reían ante las ocurrencias de un Pablo "acarajotado" con las tonterías propias de una edad complicada. Quince años los que haga. Albino escondía su risa tras una avergonzada edad que no le permite jugar abiertamente con sus hermanos. Diecinueve años. Lucas, el peque, incansable e insaciable, mantenía, no sin esfuerzos, sus ojos abiertos. Cuatro años. Y yo, a mis "cuarenta y diez años", sin caber en mí de gozo. Imagínense.
 

   Ellos y yo, formamos una atípica familia numerosa. Cuando el tiempo ya debería haber puesto las cosas en su sitio, me siento reconfortado por cómo han sabido unirse, ellos, en la adversidad de un tiempo que les hemos obligado a vivir, sus madres y yo. Pese a todo, y sobre todo, ellos siguen sintiéndose hermanos. ¡Qué lección magistral!. Recuerdo, con tristeza, como se dudaba incluso de su parentesco, ¿hermanos o hermanastros?, en clara referencia a una animadversión cada vez más aguda, más profunda, más distanciadora. Verlos reír juntos, desvivirse los grandes por el pequeño, añorar éste a los grandes, disfrutar de los momentos que comparten, son las pinceladas más maravillosas que yo puedo dibujar en estos momentos. No creo que pueda herir a nadie cuando afirme que yo no tenía ninguna necesidad de tener otro hijo más. Fue, quizás, el más desprendido de mis regalos. O, quizás, el más terrible de mis errores. Ingenuamente llegué a pensar que podría ser la solución a una relación dinamitada. Nada más lejos de la realidad. Desobedecí, una y otra vez, a cuantos me lo desaconsejaban. Y a esa mochila con la que cabalgaba, desde el principio, por su vida, sumé un nuevo compañero de viaje. No quiero que se me interprete como que estoy arrepentido. Me sentí, eso sí, en su momento, fracasado, tremendamente fracasado. Yo que lo había dado todo, absolutamente todo. A los dos problemas que yo ya tenía, le sumé uno más. Y ya eran tres. "Pues si que te ha cundido", fueron las palabras de una vieja amiga a la que descubrí, de casualidad,  por Internet, casi treinta y cinco años después de habernos dicho aquel hasta siempre. Ni yo hubiera sido capaz de hacer un resumen tan elocuente de mi vida con tan pocas palabras.
 
  Aquello que era increíblemente anormal, ahora es normal. Se esfumaron todos los fantasmas que no nos permitían disfrutarnos los unos de los otros. Ha sido muy alto el tributo que hemos tenido, todos, que pagar, al no ser conscientes que era imposible conseguir el objetivo final, formar una familia compuesta por cinco miembros. Ninguno quiso dar su brazo a torcer, fruto de una obstinación sin igual, en la que el Niño fue, sin duda, el adulto y los Adultos, fuimos los niños. Muchas veces me pregunto cómo fui capaz de tensar tanto la cuerda. Incluso estuve a punto de perder, sentimentalmente hablando, a mi hijo mayor. ¡Cuánto me ha enseñado su silencio!. Una distancia que resultó insalvable y que nunca se acortó ni, incluso, en mis mejores sueños. Una vez más, otra vez más, cuando tuve que elegir, de verdad, pese a saber dónde me arrastraban los acontecimientos, los elegí a ellos, a los tres. Me sobraban los motivos.
 

  El sábado, 16 de Mayo, es el cumpleaños de Lucas. Cuatro años. Quisiera regalarle este pequeño fragmento para que lo lea cuando sea capaz de hacerlo. Que me entienda ya será otra cuestión. Que me comprenda, seguramente, será imposible. Cosas que pasan.

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