Mérida, 16 de Mayo de 2012
Y el pequeño oso azul, cuyo
parecido con el pequeño Sacul era, a juicio de su madre motivo de mofa al
vestirlo por la mañana, se movió despacio, muy despacio, como si no quisiera
que nadie en la casa supiera que era capaz de moverse por sí solo. Abrió los ojitos y comprobó que todo estaba
oscuro, por lo que dedujo que era de noche. O quizás las malditas persianas
estaban otra vez bajadas y no entraba suficiente luz. Movió su cabecita hacia
la derecha y observó que tampoco había ningún rastro de luz entrando por donde
debería estar la puerta.
-Es la hora – pensó para sí.
Cogiendo sus manitas a la cadena
que sustentaba uno de los chupetes del pequeño, empezó a descender por ella
hasta que fue capaz de apoyar el piedecito encima del cambiador. Ya había
dejado atrás la estantería donde descansaba la mayor parte del día y donde
permanecían, sin moverse, el resto de los muñecos que adornaban una parte de
aquella entrañable estancia, la habitación del peque. Una vez que fue capaz de acomodarse a la
oscuridad que lo envolvía todo, empezó a ver las siluetas de las cosas que le
rodeaban; la puerta de la habitación, la cama, el armario, las estanterías y la
mecedora podían imaginarse gracias a la suave claridad que envolvía la estancia
y que provenía del ventanal del rellano que le separaba de la habitación donde,
plácidamente, descansaba su pequeño amiguito.
Ahora venía el tramo difícil puesto que tenía que saltar sobre la
mecedora de IKEA. Respiró hondo, muy hondo. Cogió la necesaria carrerilla para
salvar la distancia que le separaba y cayó encima del cojín colocado
estratégicamente. Volvió a respirar
hondo. Como si de un tobogán se tratase, descendió por una de las patas de la
mecedora y se encontró, de pronto sobre la tarima de madera.
Cada noche, prácticamente a la
misma hora, se repetía el ritual. Esperaba pensativo, sentado en el suelo, un
ratito hasta que comprobaba que nadie había notado que estaba “despierto”. Todo
seguía inmerso en la calma de la noche. El silencio era tan profundo que no lo
interrumpía nada, ni nadie. Se incorporó
despacio, muy despacio hasta que fue capaz de apoyar sus dos patitas en el
suelo. Se dirigió hacia la puerta.
Atravesó el umbral y se encontró en el rellano. De frente, la habitación donde
debía ir. La puerta entreabierta
permitía entrar sin necesidad de moverla, lo que seguramente le hubiera
descubierto alguna vez. Sorteó la hoja de la puerta a la derecha y la cómoda
situada a la izquierda y se encontró en medio de la gran habitación. El respirar fuerte, casi ronco, del padre de
Sacul le asustó como cada noche. No era
capaz de acostumbrarse. Aquí siempre
hacía otra pequeña parada para comprobar que nadie había intuido su presencia. Bordeó la cama, dejándola a su derecha y se
encontró junto a la pata trasera derecha de la gran cuna blanca. Con la habilidad que le permitía su pequeño
tamaño, escaló la pata sin dificultad y se sentó sobre el edredón que cubría la
cama. Podía adivinar el bulto del cuerpo
del pequeño. Una sonrisa cómplice
apareció en su carita. Estaba, otra vez,
allí, como cada noche.
Gateó, como cuando un niño
empieza a dar sus primeros pasitos, con el culillo en pompa, sorteando el
cuerpo del niñito, para no despertarlo.
Bordeó la mantita con forma de perrito, la estrella naranja e incluso el
rulito redondito, cosido por la tita Airam, para que no pudiera darse la vuelta
mientras dormía. Ya podía escuchar la
respiración del pequeño y su corazón empezó a acelerarse al estar tan cerca. Con mucha suavidad intentó introducirse
debajo del edredón, pero algo inquietó a Sacul que se movió y emitió un suspiro
profundo que no llegó a ser llanto.
Sabía que en poquísimo tiempo aparecería la mano de la madre buscando el
chupe para tranquilizar al peque. No
podía perder tiempo y se apresuró a zambullirse entre las sabanitas. Justo en el momento en que se acurrucó, la
mano, movida por el cerebro dormido de la mama, buscó a oscuras el chupe y lo
introdujo, magistralmente, en la boca del pequeño. Se movió éste, justo para tranquilizar a la
madre que continuaba con su descanso, despreocupada de aquel pequeño ser que
usurpaba la cuna. Mientras tanto, el
padre, ajeno a cualquier movimiento, repasaba mentalmente, una y mil veces, la
película de su vida.
Introdujo su manita entre la de
su amiguito y el pijama azul que llevaba esta noche. Acercó su cabeza al pechito. Sintió el palpitar tranquilo de su corazón y
sus pulsaciones se sincronizaron. Cerró sus ojitos y se durmió, acurrucado,
tranquilo, calentito y sobre todo, feliz.
La música del despertador del
móvil del padre de Sacul, comenzó a destruir el silencio. Sabía que en pocos minutos el padre se
metería en el cuarto de baño para ducharse, como cada mañana. Era la señal para volver a su sitio en la
estantería. Cuando el padre saliera de
la ducha, encendería la luz, buscaría con la mirada la cuna y se acercaría a
susurrar al oído de su peque “SACUL cariño, llegó la hora del reloj Certina”. Luego le daría un sonoro beso que obligaría a
su madre a levantarse rápido de la cama diciendo, como cada mañana “Que tarde,
que tarde, cada día nos levantamos más tarde.
Todos los días llego tarde al trabajo”.
Pero para entonces, el pequeño
oso azul estaría camino de la habitación donde luego vestirían a Sacul y nadie
se habría percatado que, otra noche más, ambos habrían dormido juntos.
Sin embargo aquella mañana la
mamá y el papá de Sacul, le cantaron juntos “Cumpleaños feliz, cumpleaños
feliz, te deseamos todos, cumpleaños feliz”
Porque era su primer cumpleaños en familia.
Y el pequeño oso azul sonrió
justo cuando cerraba sus ojitos en la estantería donde pasaba la mayor parte
del día.
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