Buenas tardes.
Alcaldesa, miembros de la corporación municipal, presidente y miembros de la Junta Local de la Semana Santa, representantes de todas nuestras Cofradías, Párroco, familiares venidos de tantos sitios, amigos que habéis querido acompañarme en este día tan especial para mí, asistentes, andorranos todos.
Pedirles, antes de nada, disculpas por el tono de mi voz. Unos caprichosos problemas en mis cuerdas vocales me hacen tener esta voz aguardentosa y ronca, que espero, y deseo, no sea impedimento para que puedan escuchar lo que me gustaría transmitirles.
“De bien nacido es ser agradecido”, y como tal, quisiera dar las gracias, en primer lugar, a Fina Carmen y a Boni, pertenecientes a la Cofradía “Oración en el Huerto”, Organizadora del Solemne Acto del Pregón, por la presentación que de mí han realizado y, en segundo lugar, agradecer públicamente, una vez más, a la Directiva de la Cofradía del Cristo de los Tambores mi designación como pregonero para este inolvidable año 2017, así como a la Junta Local de Semana Santa por su posterior ratificación.
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Pese a llevar meses tratando de buscar un calificativo que pudiera expresar lo que sentí en el momento de recibir la llamada de Fernando Galve, pese a lo variado de nuestro idioma y a sus casi infinitos vocablos, puedo asegurarles que no hay ni uno solo de ellos que pueda describir, en su justa medida, cuál fue esa sensación que no ha dejado de acompañarme desde entonces. Por un lado, me sentí inmensamente FELIZ por ver cumplido uno de mis mejores sueños; enormemente AFORTUNADO por poder vivir lo que estoy viviendo desde ese mismo instante; extraordinariamente AGRADECIDO por todas las incontables muestras de cariño que hemos recibido, tanto mi familia como yo; considerablemente ILUSIONADO por la enorme satisfacción personal que me supuso mi designación; desmesuradamente ENCANTADO por poder transmitirles mis sentimientos más profundos; tremendamente ORGULLOSO de formar parte de este maravilloso grupo de personas que me han precedido; pero también, y ruego que me permitan la expresión, espantosamente “ACOJONADO”, que es como mejor puede expresarse el miedo escénico que tenía a subirme aquí, hoy y ahora, a este Altar Mayor de nuestra Iglesia Parroquial, entre otras cosas, porque no sabía, ni sé todavía, si podría, o puedo, estar a la altura de lo que se espera de alguien que esté en el lugar que hoy yo ocupo.
- Primero hablará el Presidente de la Junta Local – me comentaba Fernando - y tras la presentación que te hará alguien de la Cofradía a la que le toque organizar el acto, sólo tienes que subir al altar y expresar, delante de todo el mundo, lo que significa para tí nuestra Semana Santa.
Sólo dice, casi nada.
- Sin importarte – continuaba - que la Iglesia esté “de bote en bote” porque es, sin duda, el acto más multitudinario de cuantos se organizan en el pueblo, - como hoy bien he podido constatar - donde confluyen casi todas las autoridades locales, la Junta Local de la Semana Santa, representantes de todas las Cofradías, los Penitentes al completo, el Grupo de Tambores que representará al pueblo en las Jornadas de Exaltación, ……..
De mal en peor. A esa altura de la conversación, a mí, me temblaban ya hasta las canillas.
- Además - seguía con su discurso bien aprendido e imagino que repetido año tras año - yo sé seguro que tú lo harás genial. Incluso este año, que se conmemora el centenario de la Banda Municipal, también ellos participarán en el acto.
Hasta la Banda Municipal, pensaba yo. Éramos pocos y parió la abuela.
Cogiendo fuerzas de donde ya no tenía, le espeté que si seguía dándome esos ánimos le decía directamente que NO, que se buscara otro. Y se calló, aunque pueda parecerles raro, se calló, porque cuerda tiene para rato el mozo, se lo aseguro. Obvio, y evidente, es que le dije que SÍ y aquí me encuentro yo tratando de trasmitirles a todos Vds., cómo es mi personal forma de entender nuestra peculiar e inigualable, al menos para mí, Semana Santa.
Me llamo Albino García Abellán, aunque aquí en Andorra, sí, la de Teruel, yo siempre seré “el Albinico”, pese a los muchos años que ya tengo. Quisiera reivindicar esa forma nuestra tan peculiar para referirnos a las personas, usando los artículos determinados “el ó la” delante del nombre propio. Soy nieto del Vicente Abellán y de la Agustina Benaque, “La Parras”, hijo del Albino y de la Manolica. Si todavía alguien no me ha reconocido, puedo añadirles que el marido de mi hermana Pilar, es el Arturo Conde, el del Conde Carrión y que dos de los hermanos de mi Padre eran mi tío Angel, el del Cine Tívoli y mi tío Matías.
Pertenecer a una familia tan arraigada en las tradiciones del pueblo como la de los Abellanes, me ha impulsado, sin duda, a participar activamente en la Semana Santa desde antes de tener, incluso, uso de razón. Mi infancia y mi adolescencia me traen multitud de recuerdos asociados siempre a mi Paso, Jesus Atado a la Columna y a mi bombo, ese inseparable compañero.
Aquellos feos “azoteros” que se guardaban, cuando le tocaba a mis padres hacerse cargo del Santo, puesto que lo compartimos con los Mansicos, los Barrenas, los Rodilla y los Ciríacos, en la falsa de nuestra casa, a la que mi hermana, lógicamente, nunca quería subir sola, ni de día ni de noche. Encontrar a esos dos verdugos, un soldado romano y un sayón, en posición de flagelar a quien osase asomarse a aquel “pitañar”, no era, puedo asegurárselo, un plato de buen gusto.
Aquel bellísimo Cristo que acompañaba a la Sagrarico, la hermana soltera de mi Tía Pascuala, las de la “Lejía La Escoscada”, en su alcoba durante todo el año. El mismo Cristo cuya fotografía, hecha cuadro, presidía la habitación de mi abuela Agustina o el mismo Cristo que está esculpido en la lápida que custodia los restos mortales de mis abuelos maternos y de mis propios padres, en el Cementerio de nuestra localidad.
Aquellas flores que mis Tíos de Barcelona, el Magín y la Pilarín, traían con su seat 850, nada menos que desde la ciudad condal, cuando aquí no había aún floristerías, la tarde del miércoles santo, con el tiempo justo para descargar aquellos ramos de hermosos gladiolos, aquellos enormes claveles blancos y aquellas exultantes rosas rojas, milagrosamente mantenidos todos ellos con cubos de agua y esponjas sumergidas, que las manos de mi madre colocaba, con ese don natural que tenía, en los jarrones del Paso, siempre ayudada por mi otra tía Pilarín, la mujer de mi tío Macario, bien en la cochera del tío Próspero o, posteriormente, en la cochera que el Emilio, “el Mansico”, tenía en el barrio de La Sindical. ¡Qué día tan señalado!. Engalanar nuestro Paso y saborear aquellas exquisitas pastas que siempre hacían las delicias de todos los que iban a echar una mano. Y qué orgullo cuando al procesionar, ya con la cara tapada con el capirote, escuchabas como las personas que observaban las procesiones se susurraban entre ellas << “qué cara tan hermosa tiene el Cristo”>> o <<”qué flores más bonitas lleva siempre este Paso”>> o incluso <<”qué cantidad de gente sale siempre en este Santo”>>. Y tú sin poderles contestar, porque lo primero que habías aprendido era a guardar un respetuoso silencio cuando desfilabas.
Aquel hueco de las escaleras de casa de mis padres repleto de túnicas blancas y capas rojas del Santo, recién planchadas.
Aquellas mañanas del Jueves Santo, en mi corral en la calle Agustina de Aragón, donde tensábamos cuantos bombos aparecían, y vaya si aparecían. Mi “cuñao” Arturo, demostrando siempre mucha más fuerza que yo, cubiertas sus manos con guantes para tratar, ingenuamente, de no dañárselas por aquello de sus problemas de piel, siempre apretando más de la cuenta y descuadrando algún que otro marco. Recuerdo, incluso, que momentos antes de Romper la Hora, después de cenar y con los nervios propios de la proximidad de la Rompida, en el patio de la casa de mis padres, hemos tensado el Bombo de la Encarna, o el de la Maria José Roqueta o el del Jean Louis Ragot, mi amigo y vecino “franchute”, recién llegado junto a toda su familia desde su Perpiñán natal.
Aquellos copetes infantiles con los que desfilábamos, a cara descubierta, mi hermano Javier y yo, con el Paso.
Aquel recorrido, toda la familia junta, momentos antes de la Procesión del Jueves Santo, desde nuestra casa hasta la plaza de la Iglesia, donde te reencontrabas, año tras año, con el resto de Abellanes, mientras observabas cómo las personas que estaban esperando para ver la procesión, te miraban deseando estar en tu lugar.
Aquellos momentos previos en los que entrabas en la Iglesia y veías cómo tus mayores, mi padre, mi tío Magín, mi tío Macario, mi tío Miguel o el entonces jovencísimo Felipe y los demás mayores de las otras familias que comparten mi Paso, se preparaban para empujar la peana. Y soñabas << “algún día podré empujarla yo”>>.
Aquel preciso instante en el que aparecía el Paso por la puerta de la Iglesia y mi madre nos colocaba el capirote y nos ataba la veta alrededor del cuello para que no se nos moviera y pudiéramos ver bien, teniendo siempre que meter las orejicas dentro del gorrete para que éste no nos hiciera daño.
Aquellas bellas Samaritanas delante del Santo, capitaneadas, cómo no, por mi prima Cuca.
Aquellos primeros pasos colocados ya en la fila y con la vista puesta en el de delante para guardar la distancia establecida entre cofrades.
Aquel anonimato que te permitía ver sin ser visto, escuchar sin ser escuchado, percibir sin ser detectado.
Aquella obligatoria parada, casi eterna, para que el Nazareno se incorporara a la procesión y que ni siquiera pudieron controlar los famosos “walkitalkis” del “Marquitos” (Marcos Vaqué), del “Botellas” (José Galve) y del “Pampán” (Francisco Ginés).
Aquella curva, justo frente al bar “Rosa Mari” y la ventana del Banco Central, entrando en la Carretera, hoy Avenida San Jorge, donde tu corazón se aceleraba porque allí se concentraba el máximo número de espectadores. Ese era el momento, sin duda, donde el protagonismo se hacía más palpable y donde la sensación de silencio, de recogimiento y de respeto se hacía más presente.
Aquella llegada a la plaza de la Iglesia, resoplando después del último repecho de la calle Aragón, cuando la mirada estaba fija ya en los balcones de casa del tío Angel y de la tía Sagrario, los del Estanco, echándonos a un lado y permitiendo que el Paso se introdujera por la estrecha puerta de la Iglesia gracias, sobre todo, a la habilidad de quien conducía la peana.
Aquel paso de participante a espectador, capirote en mano, para contemplar las demás Cofradías, sin otro ánimo que el de mostrar el debido respeto a cuantos hacíamos posible aquella manifestación cultural que día a día iba tomando la importancia que hoy tiene.
Aquel descenso vertiginoso desde la plaza de la Iglesia hasta casa, arremangadas la capa y la túnica.
Aquella cena en la que siempre el tema de conversación era el mismo: La procesión y su organización. Todos los años, las mismas quejas, los mismos lamentos, los mismos deseos de mejora y, ante la misma interrogante de por qué era incomprensible que estuviéramos tanto tiempo parados, mi padre, año tras año, haciendo gala de su apellido Cañada, como quién no quiere decir lo que dice, sentenciaba, acompañado de esa mirada perdida tan suya, aquello de que << “todos los Pasos que van delante del Nazareno tienen que mirar “patrás”, mientras que los que van detrás de él, lógicamente, tienen que tenerlo como referencia y mirar siempre “palante”>>. Y a mí, que me venía justo saber lo que era atrás y delante, no entendía, ya que si la solución era tan fácil, porqué nadie le hacía caso a mi padre. ¡Que alguien le diera a él, también, un “walki”, por Dios!. Años después descubrí que las “florituras” que los Penitentes hacen al incorporarse el Nazareno, provocaban esa parada en el devenir de la procesión y por eso, siempre trató de explicarnos que la referencia era dicho Paso y no el nuestro, como siempre yo había pensado, llevado, bien es cierto, más por el corazón que por el sentido común.
Aquella premura en terminar la cena y ponerme la túnica blanca del Santo, con la que tantos años Rompí la Hora, ya que los que pertenecíamos a las Cofradías del pueblo, tocábamos el tambor con las túnicas del Santo. Y aquella eterna discusión con mi primo Vicente para que se viniera con nosotros, mientras iba yo escaleras abajo porque en la puerta ya me esperaban el Pepe Abella, el Pomposo, el Elías y el Carlos Arnedo. Subiendo hacia la plaza de la Iglesia recogíamos al Efrén en su casa, por encima de los Calzados Monserrat, al Aurelio Ara, en la barbacana, y en las Cuatro Esquinas nos juntábamos con el Agustín Félez, el Miguel y el Pepe Gómez. Ya estábamos toda la “cuadrillica” en danza.
Aquella concentración en la plaza de la Iglesia, poco antes de las doce de la noche, con aquel tambor, por no llamarlo lata, en ristre, con mis amigos para sumarnos a los adultos que año tras año trataban de arraigar esta tradición que hoy nadie discute y a los que mirábamos con devoción y con sana envidia por cómo se defendían con los palillos. Permitidme que tenga una referencia muy especial a la cuadrilla de los Sauras, a la de los Artigas y a la de los Giles, con mi admiración personal al Alejo Catalán, padre de mi gran amiga Aureli, al que siempre tuve como referente en estos menesteres del tambor.
Aquella Rompida de la Hora. Aquella sensación de ser capaz de comprender que el ruido puede y debe, llegar a ser armonía y que, en el interior de cada uno de nosotros, los andorranos, el silencio no es más que el intervalo de tiempo que transcurre entre el Final de Redobles y la Rompida del año siguiente.
Aquellas rondas por las casas para saborear los dulces caseros y, años después, para catar aquellas copicas de buen moscatel. Nuestras madres nos preparaban aquel ágape con todo el cariño, reiterándonos mil veces que no bebiéramos mucho, que no nos portáramos mal y que no aguantáramos toda la noche sin dormir. Y como bien dice el dicho, basta que a un maño se nos diga que no hagamos algo, para hacerlo con más intensidad. Así que esos días fueron, también, los primeros en los que vimos amanecer sin haber dormido absolutamente nada.
Aquellas subidas a San Macario, a las cinco de la mañana, con más sueño que vergüenza, deseando bajar cuanto antes, porque la rasca que hacía arriba era considerable, pensando en refugiarnos en mi casa, donde mi abuela Agustina nos sacaba aquellos ”trocicos” de conserva, aquel buen lomo y aquella exquisita longaniza, de los que dábamos buena cuenta todos, sin importarnos lo más mínimo que no se pudiera comer carne en tan señalada fecha. Años después, cuando se unieron las chicas y demás amigos al selecto grupo de “parranderos”, cuando la subida a San Macario se hacía ya a las dos de la mañana, cuando la Rompida se hacía en la Plaza del Regallo porque se temía algún desprendimiento de la torre de la Iglesia, la parada obligatoria después de bajar de San Macario, fue la bodega que el padre de mi querida amiga Mariví Espada tenía en su casa y donde dábamos cuenta de cuantos caldos nos dejaba catar.
Aquellas idas y venidas por la Carretera, tocando con más ilusión que destreza y, cuando tuvimos edad para “alternar”, parando en cada uno de los bares para reponer sobre todo líquido, por lo que alguna que otra vez veíamos más palillos que manos o nos faltaba bombo donde golpear la maza, pese a que cuando mis padres decidieron comprarme uno, allá por el año 1981, yo lo elegí del tamaño más grande que vendían, de ochenta, ¡faltaría más!. Y bastantes años después, un poco más cabal que entonces y con bastantes menos bríos, me asusta lo grande que es y siempre que mi prima Cuca no saca el suyo, más pequeño que el mío, se lo usurpo sin pudor alguno.
Aquella procesión del Viernes Santo por la tarde, con mi bombo, cuando ya el número de participantes obligó a ampliar el recorrido, pasando por la puerta de mi casa, en mi querida calle La Fuente y donde tenía que ingeniármelas para poder saludar, con la vista, a todos mis vecinos, a los que siempre he llamado tíos aunque nunca fueron de mi familia. La tía Paca “la Volanta” y el tío José, el tío Mariano “el Rey” y la tía Josefa, la tía Juana “la Rubia” y el tío “Rafel”, la tía Rogelia y el tío Daniel, la Rosica, la tía Pascuala y el tío Prospero, la tía Concha y el tío José “el Pelotón”, la tía María “la Tejera” y el tío José. ¿Pero cuanta “familia” podía llegar a tener en mi calle?. Todavía sonrío al recordar aquella cantinela de <<”Albino Vicente, calle La Fuente, número veinte”>>, que tantos años me persiguió como burla infantil.
Aquella procesión del Viernes Santo por la noche, con mi Paso, en la que siempre me impresionó sobremanera el Santo Entierro y la Guardia Civil con su uniforme de Gala.
Aquel embrión de lo que hoy es el espectacular Final de Redobles, cuando, negándonos a despedir la Semana Santa, tocábamos y tocábamos sin parar en la plaza de la Iglesia, hasta que el Villanueva, casi subido al mítico buzón de correos que allí había, a toque de corneta, nos indicaba que teníamos que dejar de tocar. Y el silencio se apoderaba de todo y de todos. Un enorme vacío nos envolvía, naciendo, al mismo tiempo, la ilusión, el deseo y la certeza que al año que tendría que venir, volveríamos a vivir aquello que sólo los que somos de esta tierra podemos darle el justo sentido que para nosotros merece.
Y como cada año, aquellos recuerdos, aquellas sensaciones, aquellos sentimientos, volverán a reproducirse como si nunca se hubieran producido. Otro año más. De nuevo, con mi Cofradía, “El Melero”, donde este año recordaremos, desgraciadamente, a mi añorado padre y a la dulce Silvia, cuya maravillosa sonrisa no olvidaremos jamás. De nuevo, con mi bombo junto a la “Cuadrilla del Olmo”, mis amigos de siempre. Como muy bien escribía mi querido José Angel Aznar en su “Eco del Estruendo”:
“Sus sonidos, sus redobles, aunque parezcan frescos y recientes, vienen a ser la voz de aquellos que les precedieron, fundiéndose en el eco de hoy y de mañana para seguir con esta tradición que mantiene vivo el ritmo y la magia del tambor”.
Cada andorrano vive la Semana Santa como la siente. Todos tienen cabida en esta increíble “comunión” de sentimientos. Creyentes y no creyentes. Unos la viven desde el indiscutible fervor religioso. Otros desde la fiesta más pagana. Algunos, incluso, nos permitimos la osadía de transmitir lo que significa la semana santa para aquellas personas que desde la aconfesionalidad la vivimos tan activamente. Cuántos años me ha costado hasta que mis amigos de Mérida han comprendido que esta semana santa nuestra, la de aquí, no tiene ni la misma significación, ni la misma interpretación, ni la misma idiosincrasia que la de allí. ¡Bendita Contradicción!. Y esta fusión entre polos tan diametralmente opuestos el resto del año, ha sido, sin duda, el estigma que le ha permitido crecer hasta ser declarada hoy de Interés Turístico Internacional.
Muchas son las personas que he nombrado en este texto escrito desde lo más profundo de mi corazón. Y muchas otras se han quedado fuera y seguro que tendrían que haber tenido su particular hueco, por lo que quiero pedirles disculpas por no haberlas mencionado.
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Aquí subido, quizás, sea el momento en que más cerca he estado de cumplir uno de los deseos más disparatados de mi madre, que siempre quiso que fuera yo arzobispo de Zaragoza, como no dejaba de recordármelo siempre mi padre. Evidentemente, nunca lo pudo ver realizado y no voy a engañarles diciéndoles que me hubiera gustado complacerla. Nada más lejos de la realidad. Pero ellos, hoy, hubieran disfrutado enormemente. Sin duda. Si mi madre hubiera podido estar físicamente aquí conmigo, con su Albinico, Vds. no habrían podido acceder a la Iglesia, puesto que, de lo “güeca” que hubiera estado, no hubiera cabido nadie más. La última vez que yo entré en esta Iglesia fue portando el féretro de mi padre el pasado mes de Junio. Quisieron ambos que sus entierros se realizaran aquí, en esta misma Iglesia desde cuyo altar mayor les estoy yo hablando, sabiendo que, dondequiera que ellos hoy hayan estado, habrán escuchado cada una de mis palabras de este largo pregón que ya termino. No quiero despedirme de todos Vds. sin decirles que sé que ellos han estado hoy aquí, conmigo, al menos así yo lo he sentido y sé que, también, muchos de vosotros. No quiero despedirme de ellos sin decirle a mi padre que esté tranquilo, que sí, que ya hemos encargado las roscas de Pascuica para todos sus nietos, como él se encargaba de hacer todos los años por estas fechas.
A ellos, mis padres, sin duda, mi dedicatoria más especial. A mis hijos. A mis hermanos y sus respectivas parejas. A mis sobrinos. A mi azafata rusa. A mis dos familias, Abellanes y Cañadas. A todos mis amigos, los de aquí y los de allí. A todos mis conocidos. A todos mis paisanos. A todos Vds.
VIVAN conmigo, por favor, esta Semana Santa nuestra del 2017.