La vida, ese don que un día habían puesto, mis queridos padres, a mis pies, había vuelto a mi vera, sin ser todavía consciente que se había ido para no volver. Y solo un golpe de suerte, el destino, un no ser mi día, o vaya Vd. a saber, me devolvieron a esta vida que me ha tocado vivir.
Ya ha pasado un año desde aquel fatídico día en el que sufrí el accidente de tráfico y todavía sigo preguntándome cómo pude salir ileso del mismo. En ocasiones, solo cuando estoy perdido en algún problema que para aquellos que los tienen de verdad, lo catalogan como simple "gilipollez", miro las fotos que guardo de cómo quedo el coche que me habían "regalado" y a quién, al coche digo, echo la mayor parte de la culpa de que yo pueda seguir escribiendo en este rinconcito, en el que se ha convertido mi blog. Y como siempre hay varias respuestas para una misma pregunta, os cuento, si me permitís hacerlo.
Recuerdo como estando respondiendo a las preguntas de uno de los Guardias Civiles del destacamento de Tráfico de Ciudad Real, sentado frente a él en el furgón en el que se personaron con una rapidez tranquilizadora para mí, me comentaba la enorme suerte que había tenido al poder estar allí, con vida. Él, desconocedor de mis creencias, me decía que era un Milagro cómo se habían desarrollado las cosas y que podía dar gracias a Dios, por no haber sufrido más que un pequeño rasguño en mi muñeca derecha y un cortecito, sin importancia, en la parte superior de mi oreja izquierda. Me llamaba la atención que mientras charlaba conmigo, miraba y remiraba el estado del coche, como dudando de si yo había estado alguna vez dentro del mismo y me observaba como esperando que en cualquier momento perdiera el conocimiento, imaginando que ese hubiera sido el desenlace natural. Insistía en que, con su experiencia, pocos eran las personas que podían contarlo tras sufrir tan aparatoso siniestro. Después de haber rellenado cuantos formularios fueron precisos, el hombre seguía insistiendo en achacar a la Providencia Divina el estado en el que me encontraba y yo que ya había podido recuperarme, un poco, del susto recibido, haciendo gala de ese humor, no sé si murciano o aragonés, no sé si Cañada o Abellán, o mezcla de los cuatro, habiendo adquirido la confianza necesaria, olvidando un poco el respeto que siempre produce el uniforme de la Benemérita, ése que incluso nos induce, al verlo, a levantar el pie del pedal del acelerador aunque circulemos por debajo de los limites de velocidad permitida, le comenté que yo no era creyente, ni tan siquiera simpatizante del Señor del que me hablaba, por lo que no creía, ni que supiera de mi existencia, ni que hubiera desatendido todas sus múltiples obligaciones para devolverme, a mi, a la vida . Más bien, proseguí, podía imputarlo a que mis dos ex mujeres, al unísono, habían advertido que iban a perder el "donativo" mensual con el que participo en sus gastos y en los de mis tres hijos y, por primera vez, sus espíritus, que me acompañan allá donde vaya, habían sumado no pocos esfuerzos para lograr impedir que los hubiera dejado huérfanos, a los cinco, aquella fría mañana ciudadrealeña del 27 de Marzo de 2014. Ni que decir tiene, la enorme carcajada que aquel comentario provocó en aquel buen hombre que con tanta amabilidad me trató y a quien estaré agradecido por y para siempre.
Recuerdo como estando respondiendo a las preguntas de uno de los Guardias Civiles del destacamento de Tráfico de Ciudad Real, sentado frente a él en el furgón en el que se personaron con una rapidez tranquilizadora para mí, me comentaba la enorme suerte que había tenido al poder estar allí, con vida. Él, desconocedor de mis creencias, me decía que era un Milagro cómo se habían desarrollado las cosas y que podía dar gracias a Dios, por no haber sufrido más que un pequeño rasguño en mi muñeca derecha y un cortecito, sin importancia, en la parte superior de mi oreja izquierda. Me llamaba la atención que mientras charlaba conmigo, miraba y remiraba el estado del coche, como dudando de si yo había estado alguna vez dentro del mismo y me observaba como esperando que en cualquier momento perdiera el conocimiento, imaginando que ese hubiera sido el desenlace natural. Insistía en que, con su experiencia, pocos eran las personas que podían contarlo tras sufrir tan aparatoso siniestro. Después de haber rellenado cuantos formularios fueron precisos, el hombre seguía insistiendo en achacar a la Providencia Divina el estado en el que me encontraba y yo que ya había podido recuperarme, un poco, del susto recibido, haciendo gala de ese humor, no sé si murciano o aragonés, no sé si Cañada o Abellán, o mezcla de los cuatro, habiendo adquirido la confianza necesaria, olvidando un poco el respeto que siempre produce el uniforme de la Benemérita, ése que incluso nos induce, al verlo, a levantar el pie del pedal del acelerador aunque circulemos por debajo de los limites de velocidad permitida, le comenté que yo no era creyente, ni tan siquiera simpatizante del Señor del que me hablaba, por lo que no creía, ni que supiera de mi existencia, ni que hubiera desatendido todas sus múltiples obligaciones para devolverme, a mi, a la vida . Más bien, proseguí, podía imputarlo a que mis dos ex mujeres, al unísono, habían advertido que iban a perder el "donativo" mensual con el que participo en sus gastos y en los de mis tres hijos y, por primera vez, sus espíritus, que me acompañan allá donde vaya, habían sumado no pocos esfuerzos para lograr impedir que los hubiera dejado huérfanos, a los cinco, aquella fría mañana ciudadrealeña del 27 de Marzo de 2014. Ni que decir tiene, la enorme carcajada que aquel comentario provocó en aquel buen hombre que con tanta amabilidad me trató y a quien estaré agradecido por y para siempre.
Me vienen, igualmente, a la memoria las palabras del camionero que me auxilió en los primeros momentos, llegado al lugar de los hechos cuando yo ya había salido del coche, que me dijo que era una suerte que yo hubiera salido despedido del coche porque de haberme quedado dentro, viendo el estado en el que había quedado el vehículo y la altura que yo tenía, ciento ochenta y cuatro centímetros, hubiera muerto con total seguridad. Sin contemplaciones. Podéis imaginar la cara de sorpresa cuando le comenté que no era así, que yo acababa de salir, ileso, de ese amasijo de hierros en el que se había convertido mi coche, mi querido Citroën C5 Tourer, después de haber abierto, sin problema, la puerta que me separaba del exterior. Con su móvil, que gentilmente me prestó, marque el número de mi línea de teléfono móvil para determinar dónde se encontraba mi fiel compañero y cuando escuchamos la vibración del mismo, porque el único daño que sufrió, mi móvil, fue el de activarse el modo silencio de forma automática, traté, ingenuo, de entrar en el habitáculo por el mismo sitio por donde había salido y comprendí, perplejo, que era materialmente imposible hacerlo, sin atreverme a preguntarme cómo había sido capaz de salir momentos antes. Un escalofrió me recorrió y comencé a sentir un intenso frio. Cuando traté de buscar la cazadora de cuero que llevaba en el asiento de atrás, comprobé que no había nada, absolutamente nada, ni en los asientos, ni en maletero. Todo mi equipaje había salido despedido a cada vuelta de campana. Tan solo la sillita de Lucas permanecía anclada en su sitio, como si nada hubiera acontecido. Y en ese momento la carita de mi peque y la de sus dos hermanos, me vinieron a la mente. Suerte que viajaba solo. Incluso un enorme bote de cristal con turmas en vinagre que mi hermana me había preparado, se había roto y una gran cantidad de cristales, tanto del bote como los de las puertas, mezclados con las turmas, estaban desparramadas por todos los alrededores, junto a mi maleta, mi mochila con la ropa de correr y cuantos enseres llevaba en el interior del vehículo. Éstas, las turmas, fueron objeto de curiosa admiración por parte de cuantas personas se personaron allí, ya que no es un producto conocido por aquellas lindes. El desinteresado camionero encontró mi cazadora encima de una retama a unos pocos de metros detrás de donde se detuvo el vuelco del vehículo. Y me la puse tratando de calmar la temblina que tenía, sin saber si era fruto del frio en sí o de la sensación de la realidad de lo que estaba viviendo en primera persona. El espectáculo era cuanto menos dantesco.
Aunque me animaban a que abandonara el lugar del accidente para dirigirme al Centro de Salud donde se aseguraron que, milagrosamente, no tenía daño alguno, quise permanecer allí hasta que la grúa se hubiera llevado completamente mi coche. Cuando arrastrado por el cable que tiraba de él, fue subiendo, no sin dificultad al estar los neumáticos destrozados, por la rampa, me acerqué a la matricula trasera, la acaricié con mi mano derecha y le dediqué un profundo "gracias Campeón", que aún hoy, un año después, todavía humedece mis ojos. El Guardia Civil, que permaneció en todo momento a mi lado, escuchó lo que yo le había "dicho" a mi coche, esbozó una leve sonrisa y me invitó a que le acompañara hasta el taxi. En ese caminar descubrí que debajo del coche había quedado mi inseparable iPad y que al mover el vehículo, había quedado al descubierto, completamente destrozado. Lo recogí, le limpié con mis manos la tierra que envolvía la funda con el que lo protegía y poniéndolo debajo de mi brazo, me subí en el vehículo que me trasladó hasta el Centro Asistencial, primero, y luego hasta mi domicilio emeritense.
Y esa sucesión de acontecimientos se vuelve a reproducir mentalmente cada vez que paso por ese lugar. Tomo la curva a la derecha, el coche se orilla demasiado hacia la cuneta, golpe de volante a la izquierda para no salir despedido y brutal choque frontal contra un desagüe de hormigón que permite canalizar las aguas que bajan de la montaña. A partir de ese momento, vueltas y vueltas de campana y en cada una de ellas, la terrible sensación de estar perdiendo mi más preciado bien, la vida. Un año después.
Aunque me animaban a que abandonara el lugar del accidente para dirigirme al Centro de Salud donde se aseguraron que, milagrosamente, no tenía daño alguno, quise permanecer allí hasta que la grúa se hubiera llevado completamente mi coche. Cuando arrastrado por el cable que tiraba de él, fue subiendo, no sin dificultad al estar los neumáticos destrozados, por la rampa, me acerqué a la matricula trasera, la acaricié con mi mano derecha y le dediqué un profundo "gracias Campeón", que aún hoy, un año después, todavía humedece mis ojos. El Guardia Civil, que permaneció en todo momento a mi lado, escuchó lo que yo le había "dicho" a mi coche, esbozó una leve sonrisa y me invitó a que le acompañara hasta el taxi. En ese caminar descubrí que debajo del coche había quedado mi inseparable iPad y que al mover el vehículo, había quedado al descubierto, completamente destrozado. Lo recogí, le limpié con mis manos la tierra que envolvía la funda con el que lo protegía y poniéndolo debajo de mi brazo, me subí en el vehículo que me trasladó hasta el Centro Asistencial, primero, y luego hasta mi domicilio emeritense.
Y esa sucesión de acontecimientos se vuelve a reproducir mentalmente cada vez que paso por ese lugar. Tomo la curva a la derecha, el coche se orilla demasiado hacia la cuneta, golpe de volante a la izquierda para no salir despedido y brutal choque frontal contra un desagüe de hormigón que permite canalizar las aguas que bajan de la montaña. A partir de ese momento, vueltas y vueltas de campana y en cada una de ellas, la terrible sensación de estar perdiendo mi más preciado bien, la vida. Un año después.
Dar gracias a ese bendito coche y al Dios que cada uno crea o no, de devolverme a "mi querido amigo", no sé si las turmas en vinagre eran las que estaban esparcidas, lo que si es verdad que le echó un par más de ellas. En fin que sigamos disfrutando de tu compañia, solo por una razón "porque nos sobran motivos". para............... un abrazo de tu fiel escudero.
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