En estos momentos en los
que todo el mundo recuerda las bondades de mi madre, reconfortando,
indiscutiblemente, su irreparable pérdida, quisiera yo acordarme de mi padre,
esa figura, quizás, un tanto olvidada y que merece toda mi admiración,
respeto y consideración, no sólo por lo que ha representado, y representa, en
mi vida, si no por cómo ha cuidado de su inseparable compañera.
Habría que empezar este
pequeño tributo diciendo que ya en el año 1969, hace ya casi 45 años, a mi
padre le dan la dolorosa noticia que se lleve a mi madre, enferma y recién
operada, a Andorra, porque ya entonces se moría. Aunque Albaceteño de
nacimiento, de Nerpio para más señas, mi padre siempre se ha caracterizado por
la tozudez que se le ha pegado de los aragoneses y lejos de aceptar con
resignación su destino, llevó a mi madre de Zaragoza a Barcelona, donde se
encuentran con una de las figuras claves en sus vidas, el Dr.
Llauradó, quién devuelve, milagrosamente, a mi madre a la vida. Sería esa
la primera vez en la que se pone de manifiesto las enormes ganas de vivir con
las que el matrimonio encaraba los problemas. Desgraciadamente, no sería
la última, ya que siempre han estado "caminando" entre la vida y la
muerte, entre la salud y la enfermedad. Empieza, en ese momento, una actitud
ejemplar de mi padre respecto a la enfermedad de mi madre. Buscar su
bienestar, se convierte en su objetivo principal. Y esta tarea, a la que
se encomienda en cuerpo y alma, no la abandona hasta el mismo momento
en que en la cabecera de la cama del Hospital de Alcañiz, cogiendo la mano derecha
de mi madre con su mano izquierda, llora su marcha definitiva, como quien
pierde los más querido, su propia vida. Y este minúsculo intervalo,
casi cuarenta y cinco años, ha sido una vida entregada por y para ella.
En medio, miles de
instantáneas, miles de anécdotas, miles de vivencias, miles de recuerdos que
sería imposible plasmar en tan sólo unas líneas. Recuerdos como la foto enviada
desde Asturias, en la que rezaba ese ya famoso eslogan "Para mi chati con
cariño de éste, que la quiere" que tanto juego ha dado en las reuniones
familiares. Sonrisas al recordar la respuesta de mi padre al preguntarle por la
hora, "la que diga mi señora", como signo inequívoco que él vivía en
la hora que más le apetecía a mi madre, anteponiéndola, sin duda, a sus propios
deseos. Perplejidad al recordar cómo podíamos viajar toda la familia en aquel
Seat Seiscientos, por supuesto sin aire acondicionado, casi todos los
Domingos del Verano camino de Peñiscola, partiendo de Andorra con la fresca,
playeando toda la mañana, comiendo bajo la sombra de los algarrobos,
siesteando sobre la desgastada manta de rayas, merendando en la Virgen de la
Balma y llegando al pueblo dormidos y listos para ir directamente a la cama.
Estupor al recordar los bikinis de estampados florales que usaba mi madre en la
playa, para que el sol curara el "mapa mundi" en que habían convertido
los cirujanos su vientre. Interrogación hacia mi padre por hacernos comer aquel
guiso incomestible de mi madre y nosotros buscando su complicidad y él,
rebañando hasta el último bocado, ejemplo a seguir, por lo que no nos quedó más
remedio que comerlo también, sólo que una vez concluida la faena, modoso donde
los hubiera, le espetó a la cocinera: "Manuela, comer hoy nos lo hemos
comido, pero por favor, que no se repita más".
El carácter de mi madre
eclipsó durante toda su vida a mi padre, quien asumió su "rol" de
buen agrado. No era fácil ser el esposo de, cuando lo normal era ser la esposa
de. Su vinculación casi política con Acción Católica y con
el Movimiento, cuando eso era un terreno exclusivo de varones. Su
emancipación profesional como peluquera junto a su hermana. Su
participación activa en Caritas junto a su inseparable Aurelia Comín. Su empeño
en aglutinar a las mujeres en lo que hoy es la Escuela Hogar, junto a sus
amigas Aurelia, Rocio, MariLuz, Antonia, Agripina,.... Su vinculación con la
Parroquia y cuantos Sacerdotes han pasado por Andorra. Su aportación a las
Comisiones de Fiestas. Etc. Y en aquellos tiempos, en los que el hombre era la
cabeza visible, mi padre supo pasar a un segundo plano y animar a mi madre a
que participara activamente en todos los Proyectos en los que, de una u otra
forma, se veía envuelta. Al unísono, éste compaginaba su trabajo como
minero en La Innominada con otras actividades, en la Junta
de San Macario junto con Enrique y Nuri, presidiendo con orgullo la Peña
"El Cachirulo", e incluso siendo elegido concejal independiente en
las filas de la disuelta UCD del Presidente Suarez, en las primeras
elecciones democráticas, sin olvidar el montón de años que regentó aquella
concurrida Gestoría, ubicada, paradójicamente, donde estuvo años atrás la Peluquería
de mi madre. Participación en un sinfín de actividades que los convirtieron en
personas muy conocidas y queridas, lo que a mí, como hijo suyo, me llena de
satisfacción.
"Hemos disfrutado
muchos años de tu madre" fue la frase con la que sentenció, como buen
Cañada que lo es, la andadura que acabábamos de vivir. Sus ojos todavía llenos
de lágrimas, su voz temblorosa y su prestancia íntegra, como en él es habitual.
Y con esa sencilla frase quería él agradecer al Dios en que tanto creía mi
madre, o a los médicos que supieron conducirla por la vida, la posibilidad
de haber disfrutado de ella durante todos estos años. Y no fue, se lo aseguro,
un camino fácil para él. Hacía ya mucho tiempo que el carácter agradable y
jovial de mi madre se había avinagrado de una forma perversa. Desde la muerte
en Marzo de 2004 de su madre, mi abuela Agustina, entró en una terrible
depresión que se la llevó de nuestro lado, incluso en vida, mucho antes que su
corazón dejara de latir. Pasó de ser agradable, comedida, participativa,
extrovertida, fiestera, recatada y elegante a ser desagradable, disparatada,
introvertida, malintencionada, descuidada, criticona, retorcida y malhumorada.
Se encerró en su mundo de una forma inalcanzable para los que la rodeábamos. Y
con el paso del tiempo, su eterno problema hepático, agudizó más su
distanciamiento del mundo en el que ya no quería vivir. Tuvo también momentos
de acercamiento, de nostalgia, de cariño, de sentimiento, pero fueron los
menos. Una noche del mes de Enero, de las últimas veces que pude cuidarla, ya
en el Hospital, cansada ella de tanto sufrimiento y de irradiar tanto
desconsuelo a todos la que le quisimos con locura, rodeó mi cuello con sus
manos y me susurró al oído: "Albino, hijo, yo ya no quiero seguir
viviendo". Y en ese momento, supe que mi madre se moría. No
sabía cuánto duraría, no quería aceptar yo la realidad, pero
ella, luchadora donde las hubo, ya había arrojado la toalla, como si
de un combate, se tratara. Y se fue despidiendo poco a poco, de todo y, sobre
todo, de todos.
Pese a todo, mi padre
siempre estuvo a su lado, junto a ella, de una manera magistral. Seguro que
estaba ya agotado, cansado, hundido, cabizbajo, pero nunca
nadie podrá decir que le escuchó dirigir a mi madre una frase de
desaliento, de reproche, de desconsideración o de insatisfacción. Recuerdo
que cuando comprendí que mi madre se estaba alejando definitivamente de este
mundo nuestro, mi padre estaba recostado adormilado en una silla de las
que había en la habitación 309 del Hospital de Alcañiz. Tenía yo
cogida la mano de mi madre y levantando la mirada de su amarillo
rostro, le comenté a mi padre, con voz quebrosa casi aguardentosa, que se
estaba muriendo, que si se quería despedir de ella se acercara a su lado,
porque se estaba marchando. Con los problemas de movilidad
propios de su edad, ochenta y un años, se incorporó lo más deprisa posible
exclamando un "no me jodas" que no olvidaré jamás. Se abrazó a ella
como si quisiera impedir el desenlace fatal que se avecinaba y de
sus ojos empezaron a brotar unas lágrimas tan espesas y tan puras que no
abandonaban ni sus propias pestañas. La besó queriendo infundir en ese
beso el resumen de toda una vida, como queriendo aglutinar en él todo lo que
habían pasado juntos. Y en silencio, sin espasmos, sin sensación de dolor, nos
abandonó.
Cada vez que
salía el hogar de mis padres con dirección a mi Mérida, mi madre derramaba
unas lágrimas como lamento de la distancia que nos separaba. La última vez que
partí de Andorra, mi madre ya había muerto. Aunque pensé que no vería llorar esta
vez, me equivoqué. Allí estaban las lágrimas de mi padre para despedirme. No
pudimos decirnos nada. Una vez más, al mirar por el retrovisor del coche, volví
a sentir el mismo cosquilleo en mi estómago y volví a ver borroso
el cartel que nos indicará que hemos llegado, la
próxima vez, a nuestro destino.
Ese fue la
despedida que mi padre me dedicó, ese fue su tributo hacia ella y éste, el
mío para él.
¡¡¡SIN PALABRAS!! ..¡¡UN MONTÓN DE LAGRIMAS CORREN POR MI ROSTRO!!!
ResponderEliminar