Qué fácil es defender la honestidad de uno cuando no se puede sentir cerca el calor de la tentación.
Una de las personas más influyentes en mi vida, por no decir la que más, mi padre, un buen día compartió conmigo una pequeña frase, como en él es habitual, sin titubear, sin inmutarse, con aplomo, como no diciendo nada, que me acompaña todos los días: "Uno no sabe si es un ladrón, hasta que no tiene oportunidad de serlo".
Al igual que nadie hubiera fallado la pena máxima que el futbolista acaba de errar, igual que nadie reconoce, públicamente, ver esos programas de televisión con unos índices de audiencia aplastantes y, curiosamente, la mayoría vemos los programas culturales de la segunda cadena de Televisión Española, todos alardeamos de una honestidad que pocas veces hemos visto peligrar.
Mientras no estemos en disposición de delinquir, de adueñarnos de lo que no es nuestro, de favorecer con nuestras decisiones a aquellos que quizás no sean los más idóneos, de gastar el dinero de todos de una manera irresponsable, de enriquecernos de hoy para mañana, todos tenemos la certeza que nosotros somos unos tipos íntegros, honestos donde los haya, políticamente correctos (ahora que está tan de moda).
La honestidad empieza a resquebrajarse cuando la tentación se acerca. Pese a alejarla hoy de nuestro lado, mañana estará más cerca si cabe, más apetecible, más tentadora. Y pasado mañana, mejor ni os cuento.
Y entonces, sólo entonces, cuando uno vive diariamente con la tentación, es cuando sabe si es, o no, impoluto.
Quizás seamos deshonestos potenciales, sin embargo hay que saber que los deshonestos, ya de por si tratan de buscar la ocasión.
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