martes, 26 de marzo de 2013

Tributo


     En estos momentos en los que todo el mundo recuerda las bondades de mi madre, reconfortando, indiscutiblemente, su irreparable pérdida, quisiera yo acordarme de mi padre, esa figura, quizás, un tanto olvidada y que merece toda mi admiración, respeto y consideración, no sólo por lo que ha representado, y representa, en mi vida, si no por cómo ha cuidado de su inseparable compañera.

     Habría que empezar este pequeño tributo diciendo que ya en el año 1969, hace ya casi 45 años, a mi padre le dan la dolorosa noticia que se lleve a mi madre, enferma y recién operada, a Andorra, porque ya entonces se moría.  Aunque Albaceteño de nacimiento, de Nerpio para más señas, mi padre siempre se ha caracterizado por la tozudez que se le ha pegado de los aragoneses y lejos de aceptar con resignación su destino, llevó a mi madre de Zaragoza a Barcelona, donde se encuentran con una de las figuras claves  en sus vidas, el Dr. Llauradó, quién devuelve, milagrosamente, a mi madre a la vida. Sería esa la primera vez en la que se pone de manifiesto las enormes ganas de vivir con las que el matrimonio encaraba los problemas. Desgraciadamente, no sería la última, ya que siempre han estado "caminando" entre la vida y la muerte, entre la salud y la enfermedad. Empieza, en ese momento, una actitud ejemplar de mi padre respecto a la enfermedad de mi madre. Buscar su bienestar, se convierte en su objetivo principal. Y esta tarea, a la que se encomienda en cuerpo y alma, no la abandona hasta el mismo momento en que en la cabecera de la cama del Hospital de Alcañiz, cogiendo la mano derecha de mi madre con su mano izquierda, llora su marcha definitiva, como quien pierde los más querido, su propia vida.  Y este minúsculo intervalo, casi cuarenta y cinco años, ha sido una vida entregada por y para ella.
     En medio, miles de instantáneas, miles de anécdotas, miles de vivencias, miles de recuerdos que sería imposible plasmar en tan sólo unas líneas. Recuerdos como la foto enviada desde Asturias, en la que rezaba ese ya famoso eslogan "Para mi chati con cariño de éste, que la quiere" que tanto juego ha dado en las reuniones familiares. Sonrisas al recordar la respuesta de mi padre al preguntarle por la hora, "la que diga mi señora", como signo inequívoco que él vivía en la hora que más le apetecía a mi madre, anteponiéndola, sin duda, a sus propios deseos. Perplejidad al recordar cómo podíamos viajar toda la familia en aquel Seat Seiscientos, por supuesto sin aire acondicionado, casi todos los Domingos del Verano camino de Peñiscola, partiendo de Andorra con la fresca, playeando toda la mañana, comiendo bajo la sombra de los algarrobos, siesteando sobre la desgastada manta de rayas, merendando en la Virgen de la Balma y llegando al pueblo dormidos y listos para ir directamente a la cama. Estupor al recordar los bikinis de estampados florales que usaba mi madre en la playa, para que el sol curara el "mapa mundi" en que habían convertido los cirujanos su vientre. Interrogación hacia mi padre por hacernos comer aquel guiso incomestible de mi madre y nosotros buscando su complicidad y él, rebañando hasta el último bocado, ejemplo a seguir, por lo que no nos quedó más remedio que comerlo también, sólo que una vez concluida la faena, modoso donde los hubiera, le espetó a la cocinera: "Manuela, comer hoy nos lo hemos comido, pero por favor, que no se repita más".
     El carácter de mi madre eclipsó durante toda su vida a mi padre, quien asumió su "rol" de buen agrado. No era fácil ser el esposo de, cuando lo normal era ser la esposa de. Su vinculación casi política con Acción Católica y con el Movimiento, cuando eso era un terreno exclusivo de varones. Su emancipación profesional como peluquera junto a su hermana. Su participación activa en Caritas junto a su inseparable Aurelia Comín. Su empeño en aglutinar a las mujeres en lo que hoy es la Escuela Hogar, junto a sus amigas Aurelia, Rocio, MariLuz, Antonia, Agripina,.... Su vinculación con la Parroquia y cuantos Sacerdotes han pasado por Andorra. Su aportación a las Comisiones de Fiestas. Etc. Y en aquellos tiempos, en los que el hombre era la cabeza visible, mi padre supo pasar a un segundo plano y animar a mi madre a que participara activamente en todos los Proyectos en los que, de una u otra forma, se veía envuelta. Al unísono, éste compaginaba su trabajo como minero en La Innominada con otras actividades, en la Junta de San Macario junto con Enrique y Nuri, presidiendo con orgullo la Peña "El Cachirulo", e incluso siendo elegido concejal independiente en las filas de la disuelta UCD del Presidente Suarez, en las primeras elecciones democráticas, sin olvidar el montón de años que regentó aquella concurrida Gestoría, ubicada, paradójicamente, donde estuvo años atrás la Peluquería de mi madre. Participación en un sinfín de actividades que los convirtieron en personas muy conocidas y queridas, lo que a mí, como hijo suyo, me llena de satisfacción.
     "Hemos disfrutado muchos años de tu madre" fue la frase con la que sentenció, como buen Cañada que lo es, la andadura que acabábamos de vivir. Sus ojos todavía llenos de lágrimas, su voz temblorosa y su prestancia íntegra, como en él es habitual. Y con esa sencilla frase quería él agradecer al Dios en que tanto creía mi madre, o a los médicos que supieron conducirla por la vida, la posibilidad de haber disfrutado de ella durante todos estos años. Y no fue, se lo aseguro, un camino fácil para él. Hacía ya mucho tiempo que el carácter agradable y jovial de mi madre se había avinagrado de una forma perversa. Desde la muerte en Marzo de 2004 de su madre, mi abuela Agustina, entró en una terrible depresión que se la llevó de nuestro lado, incluso en vida, mucho antes que su corazón dejara de latir.  Pasó de ser agradable, comedida, participativa, extrovertida, fiestera, recatada y elegante a ser desagradable, disparatada, introvertida, malintencionada, descuidada, criticona, retorcida y malhumorada. Se encerró en su mundo de una forma inalcanzable para los que la rodeábamos. Y con el paso del tiempo, su eterno problema hepático, agudizó más su distanciamiento del mundo en el que ya no quería vivir. Tuvo también momentos de acercamiento, de nostalgia, de cariño, de sentimiento, pero fueron los menos. Una noche del mes de Enero, de las últimas veces que pude cuidarla, ya en el Hospital, cansada ella de tanto sufrimiento y de irradiar tanto desconsuelo a todos la que le quisimos con locura, rodeó mi cuello con sus manos y me susurró al oído: "Albino, hijo, yo ya no quiero seguir viviendo". Y en ese momento, supe que mi madre se moría. No sabía cuánto duraría, no quería aceptar yo la realidad, pero ella, luchadora donde las hubo, ya había arrojado la toalla, como si de un combate, se tratara. Y se fue despidiendo poco a poco, de todo y, sobre todo, de todos.
     Pese a todo, mi padre siempre estuvo a su lado, junto a ella, de una manera magistral. Seguro que estaba ya agotado, cansado, hundido, cabizbajo, pero nunca nadie podrá decir que le escuchó dirigir a mi madre una frase de desaliento, de reproche, de desconsideración o de insatisfacción. Recuerdo que cuando comprendí que mi madre se estaba alejando definitivamente de este mundo nuestro, mi padre estaba recostado adormilado en una silla de las que había en la habitación 309 del Hospital de Alcañiz. Tenía yo cogida la mano de mi madre y levantando la mirada de su amarillo rostro, le comenté a mi padre, con voz quebrosa casi aguardentosa, que se estaba muriendo, que si se quería despedir de ella se acercara a su lado, porque se estaba marchando. Con los problemas de movilidad propios de su edad, ochenta y un años, se incorporó lo más deprisa posible exclamando un "no me jodas" que no olvidaré jamás. Se abrazó a ella como  si quisiera impedir el desenlace fatal que se avecinaba y de sus ojos empezaron a brotar unas lágrimas tan espesas y tan puras que no abandonaban ni sus propias pestañas. La besó queriendo infundir en ese beso el resumen de toda una vida, como queriendo aglutinar en él todo lo que habían pasado juntos. Y en silencio, sin espasmos, sin sensación de dolor, nos abandonó.
      Cada vez que salía el hogar de mis padres con dirección a mi Mérida, mi madre derramaba unas lágrimas como lamento de la distancia que nos separaba. La última vez que partí de Andorra, mi madre ya había muerto. Aunque pensé que no vería llorar esta vez, me equivoqué. Allí estaban las lágrimas de mi padre para despedirme. No pudimos decirnos nada. Una vez más, al mirar por el retrovisor del coche, volví a sentir el mismo cosquilleo en mi estómago y volví a ver borroso el cartel que nos indicará que hemos llegado, la próxima vez, a nuestro destino.
 
     Ese fue la despedida que mi padre me dedicó, ese fue su tributo hacia ella y éste, el mío para él.

sábado, 9 de marzo de 2013

Despedida


Tu legado, mi vida.
Tu ilusión, mi guía.
Tu bondad, mi delirio.
Tu amor, mi consuelo.
Tu descanso, mi llanto.
Tu ausencia, mi despedida.