El ruido ensordecedor se detuvo. Y el silencio se apoderó de todo. Respiré tan profundamente como me permitía el acelerado palpitar de mi corazón. Y entonces escuché aquel serpentín que me trajo a la mente la imagen de una posible explosión. Me quité el cinturón de seguridad y abrí, con absoluta facilidad, la puerta saliendo del habitáculo sin impresión alguna de sentirme atrapado. Y entonces, al girar la vista hacia el coche, mi coche, del que acababa de salir, comprendí que estaba increíblemente vivo.
Tan sólo tuve tiempo de rectificar la trazada que la inercia había marcado en la dirección, al perder yo el control de la misma. Un desnivel y un sinfín de encinas centenarias se dibujaron, de repente, en mis pupilas. Un certero golpe de volante y las encinas se transformaron en las señales de tráfico que delimitan las carreteras. Y a partir de ese momento, mis manos se aferraron al volante con la misma fuerza con la que yo me aferraba a la vida, que veía, milésima a milésima de segundo, peligrar. Que recuerde, arrollamos dos señales de tráfico, el indicador del punto kilométrico 246 de la Nacional 430, dirección Ciudad Real a Badajoz, de Luciana a Puebla de Don Rodrigo y también, la señal de peligro por curva, además de algún que otro indicador de medición entre kilómetros, esas balizas blancas y negras a las que no solemos prestar atención alguna. Y después de alguna angustiosa vuelta de campana, el coche, mi coche, se detuvo apoyando sus cuatro ruedas en la tierra que separaba el arcén y el desnivel, justo al lado de esa enorme encina que yo veía, vuelta a vuelta, cada vez más cerca y a la que convertí, como no podía ser de otra manera, en mi peor enemiga.
Tan sólo tuve tiempo de rectificar la trazada que la inercia había marcado en la dirección, al perder yo el control de la misma. Un desnivel y un sinfín de encinas centenarias se dibujaron, de repente, en mis pupilas. Un certero golpe de volante y las encinas se transformaron en las señales de tráfico que delimitan las carreteras. Y a partir de ese momento, mis manos se aferraron al volante con la misma fuerza con la que yo me aferraba a la vida, que veía, milésima a milésima de segundo, peligrar. Que recuerde, arrollamos dos señales de tráfico, el indicador del punto kilométrico 246 de la Nacional 430, dirección Ciudad Real a Badajoz, de Luciana a Puebla de Don Rodrigo y también, la señal de peligro por curva, además de algún que otro indicador de medición entre kilómetros, esas balizas blancas y negras a las que no solemos prestar atención alguna. Y después de alguna angustiosa vuelta de campana, el coche, mi coche, se detuvo apoyando sus cuatro ruedas en la tierra que separaba el arcén y el desnivel, justo al lado de esa enorme encina que yo veía, vuelta a vuelta, cada vez más cerca y a la que convertí, como no podía ser de otra manera, en mi peor enemiga.
Si es cierto que tenemos siete vidas, yo sin duda me he jugado una el pasado día 27 de Marzo de 2014. Y con éstas seis que me quedan, tengo que planificarme para poder llegar a los ciento dos años, con los que siempre he soñado vivir. Y cuando un día te definí como mi Luz, mi Color y mi VIDA, no iba tan desencaminado.
Si hay algo que recuerde por encima de todo es mi lucha interior para no asumir que había llegado mi hora. Estaba realmente "encabronado". No me podía estar pasando a mi. Yo que siempre había luchado por una conducción razonable y conciliadora. Yo que siempre había respetado la mayoría de las normas de circulación. Yo que incluso había parado cinco minutos antes en el Asador de Piedrabuena, para tomar ese ansiado café que hubiera evitado todo este relato y estaba todavía cerrado. Yo que había pensado que en una carretera de montaña, con curvas y más curvas, era imposible sufrir un despiste como el que sufrí. Yo que le había "jurado" a mi madre que nunca moriría en un estúpido accidente de tráfico. Yo que casi aprendo antes a conducir que a andar. No me hubiera perdonado, jamás, haber sido el causante de daños a terceras e inocentes personas. No podía ser el protagonista de la noticia triste de prensa, que estaba escribiendo en primera persona.
Y sobre todo, no podía dejarte así, tan sola y tan confusa, porque te había prometido que tendría cuidado. No podía dejar de amarte. No podía dejar de vivir contigo todo lo que habíamos dibujado en esa fina arena, de aquella singular playa onubense, donde incluso habíamos dejado nuestros zapatos en la orilla, signo inequívoco de una ansiada vida en común. No podía fallarte después de todo lo que estabas haciendo por estar junto a mi. Y me empeñaba en buscarte, porque sabía que sólo tu podrías sacarme de allí. No podía dejar sin contestar el Whatsapp que todos los días me enviabas a ese móvil que convive conmigo. "Buenos días!! Mi Amorcito!!". Pero por más que te buscaba, no te encontraba. Cuando todo estaba perdido, cuando ya no había forma de encontrar la vida, mis ojos dejaron de buscarte y entonces, solo entonces, susurraste en mi oído, igual que cada amanecer que juntos hemos vivido, un "te quiiiiiiiieeeeeroooooooo" tan precioso, tan dulce, tan sensual, que el ruido ensordecedor se detuvo. Y el silencio se apoderó de todo.